Papá. Papá era mi papá y mis tíos eran papás de mis primos y así. Papás eran los de mis amigos. Ahora que llegó la etapa de la vida en la cual nuestros papás son más abuelos que papás o tal vez ya no están; papás somos nosotros. Cuando niño lo miraba a mi viejo desde abajo, desde gurrumín, me parecía un gigante, sus zapatotes crujían al caminar y sus abrazos eran los de un oso enorme. Yo lo observaba salir a laburar, conducir el auto, manejar el negocio, vender entradas en la cancha, hacerme la leche a la mañana y protegernos sin decirlo, sin pregonarlo.
Eso era ser papá suponía yo. Me quedé corto, cortísimo.
Papá de cinco para el helado y tres para llevar el fútbol a arreglar. Papá comprame zapatillas y el libro de Historia. Papá me duele la muela y papá traeme un vaso de agua a las tres de la mañana. Eso era ser papá, pensaba. Me seguí quedando corto.
Cuando acuné por primera vez a cada una de mis hijas, el contacto con su piel, con su mirada, con sus manitas, con esos piecitos gorditos, con los cachetes coloraditos empecé a darme cuenta porqué mi viejo me miraba de esa forma aún hasta cuando yo era un grandote. Cuando por primera vez mis hijas se enfermaron, y salimos para lo del doctor, esperando la palabra tranquilizadora, me acordé de mis noches afiebrado por anginas rebeldes y el viejo sentado al costado de la cama, poniéndome esa mano pesada sobre la frente que me calmaba todos los dolores. La desesperación por el cólico o la congestión; palabras que uno va aprendiendo a medida que va rogando que la nena no tenga algo grave. Que eso es solo un pedito atravesado o bien le están saliendo los dientes. Definiciones orgullosas de nosotros los papás para contar qué les pasa.
Y así la vida nos va cambiando. Es como si en un partido sale el hijo para que entre el padre. Solo que en la vida somos nosotros mismos. Los que de un momento para el otro dejamos de ser el nene para ser papá, como es nuestro papá. Y ahí empezamos a comprender tanto amor, tanta dedicación, tanto sufrimiento. Esa impotencia del papá sin laburo, ese orgullo del papá que puede parar la olla. Y las nenas crecen. Dejan de ser niñas para ser mujeres. Y se visten y actúan como tales. Y aparece el energúmeno del posible o confirmado novio. Y ese «energúmeno» es el primer sentimiento ante el despojo del que creemos haber sido objeto.
Y hay actuaciones en los actos del jardín y de la primaria. Y el baile de egresados disfrazadas de mujeres infartantes y uno caminando a su lado lleno de orgullo por una pasarela de ficción. Y en los pequeños actos del colegio tocan el himno o la marcha de San Lorenzo y uno vuela hacia su tiempo y se recuerda formado y en guardapolvo cantando o molestando a un compañero y los viejos al fondo mirándonos crecer.
Y el primer diente y el primer amor. Y el excelente y el aplazo. Y la primera llegada a la hora en que la mañana ya es día y la inquietud exactamente igual en la salida número mil quinientos. Y te doy la llave y no te subas a un auto con cualquiera.
Papá. Papá era mi papá. Y ahora soy yo. Me parece que para él era más fácil. Él era más valiente. Yo tengo miedo a cada rato. Pero somos papás los dos. Él en el lugar en donde esté me mirará subir a un ómnibus para ir a relatar por ahí y su mirada dirá: «cuidate». Yo doy más indicaciones. Son otros tiempos. Otros papás. Eso sí, cuando una de las niñas dijo un sábado de salir con las amigas y la otra agregó que ella también, me acordé del viejo cuando mientras me ponía perfume Vitess y rajaba para Montecarlo me preguntó por qué no me quedaba a ver Grandes Valores del Tango con él y no le di ni bola. Papá se quedó solo viendo la tele. Eso también es ser papá. Comprender el vuelo del cachorro, aunque el cachorro nunca comprenda la soledad que le deja al papá apenas se cierra la puerta para ir a pasear.
Por: Osvaldo Webhe