Hoy, a 46 años de distancia, es justo reconocer que pocas veces la gente ganó las calles con tanta felicidad como ese domingo 25 de junio de 1978, cuando la selección argentina venció a Holanda 3-1 para coronar un sueño que, hasta entonces, parecía irrealizable.
El Mundial 78 quedó para siempre asociado a los mitos, las mentiras, las sospechas y al momento histórico imperante fuera de la cancha. Como ninguna otra edición -ni siquiera la de Italia ‘34 con Benito Mussolini en el poder- al torneo jugado en nuestro suelo le resulta casi imposible centrarse en lo ocurrido dentro del rectángulo de juego. Porque fue el vehículo de propaganda de los usurpadores del poder, pero también de quienes lo combatían. De los que estaban a favor, y de quienes estaban en las antípodas.
Un lastre injusto
El éxtasis detonó el día de la victoria sobre Holanda, en la final del Mundial, y escondió una tragedia que muchos desconocían o negaban ver.
Así, la competencia deportiva “perdió por goleada” ante el contexto de época y, mal que nos pese, hoy parece requisito obligatorio e indispensable citar al dictador Jorge Videla o al terrorismo de estado antes que a Mario Kempes o César Menotti, un lastre injusto cuando pretendemos analizar solamente el lado lúdico de la conquista. De los tres títulos conseguidos por Argentina, el del ‘78 es el único que quedó condenado a responder cuestionamientos, a pesar de haber sido logrado sin jugada polémica alguna en su desarrollo y al que menos favoreció el azar del bolillero.
Es que el certamen que Argentina albergó entre el 1º y el 25 de junio de 1978 quedó preso de una contienda que excedió a lo futbolístico. Fue el Mundial de la mentira repetida convertida en “verdad”, el de los mitos, de las confabulaciones y el de acusaciones sin pruebas.
¿Cuántas fantasías rodean al 6-0 conseguido ante Perú para alcanzar la final? Infinitas, la mayoría de ellas sin peso y ridículas y absolutamente todas sin pruebas.
Eso sí, aparecieron con efecto tardío y después que cayó la Dictadura: fue cuando le endilgaron a los militares genocidas la fábula del arreglo para sumarle otra acusación, por más que ésta sea insignificante al lado de las atrocidades ya cometidas y probadas.
Derribando mitos
El peso de la verdad cayó sobre mitos como el del famoso “cargamento de trigo” que el gobierno de facto envió a Lima poco después del Mundial, como supuesto pago al favor de la “entrega”, cuando en realidad era una ayuda que se realizaba periódicamente desde el año anterior.
Tampoco tiene sustento la teoría de que la Junta organizó el calendario de manera de jugar “a resultado visto” ante Perú. Esa era una ventaja que la FIFA les concedía a todos los organizadores desde 1966 a 1982 y que estaba fijada desde seis meses antes, cuando se hizo público el sorteo.
A decir verdad, la goleada sobre los peruanos no tuvo ninguna arista distinta a cualquiera de las que rodea a esos partidos desequilibrados en el marcador.
Si cada “paliza” levanta sospechas, habría que investigar si Alemania envió salchichas a Brasil después del 7-1 del 2014 o si Holanda mandó tulipanes a España tras el 5-1 en el mismo torneo. Nadie le pide permiso a la lógica a la hora de golear.
Los peruanos, reconocidos por su buen fútbol y rendimiento irregular, mantuvieron la base del mismo plantel hasta el Mundial siguiente, incluido el acusado arquero Ramón Quiroga -era rosarino y jugó como naturalizado para los incaicos-, volvieron a comerse una goleada en 1982, cuando Polonia los barrió al marcarle cinco goles en tan sólo 21 minutos.
Lo concreto es que Argentina, como en 1986 y 2022, ganó como consecuencia de ser el mejor en la cancha a raíz del primer trabajo serio, racional y a largo plazo, sostenido por un entrenador que revolucionó el fútbol argentino no sólo en lo futbolístico, sino con una mirada más abarcadora también desde lo conceptual, donde el aporte federal fue decisivo.
Después del Mundial ‘74, en Alemania, el fútbol argentino evidenciaba haber tocado fondo y las distancias con Europa parecían ser siderales e irreversibles. En apenas cuatro años, Argentina se volvió a trepar al mapa para dejar de ser “campeones morales” y quedarse con una chapa mucho más redituable: “la de campeones reales”
Para llegar al final feliz, la selección debió transitar por “el grupo de la muerte” de la primera fase (con Francia, Italia y Hungría), el penal no sancionado contra Américo Gallego que derivó en circunstancial derrota ante los italianos, la dura batalla ante Polonia, el “atajadón” de Ubaldo Fillol a Kazimierz Deyna y los tiros en los postes del peruano Juan José Muñante y del holandés Rob Rensenbrink, episodios infartantes que pudieron cambiar la historia del torneo. Demasiados matices de suspenso como para pensar en un torneo “arreglado”.