El intenso frío y la densa niebla aguardan el silbido de las balas que se suceden en un pueblo cercano a la frontera entre Bélgica y Francia. Los soldados alemanes y las tropas británicas intercambian disparos desde sus anegadas trincheras sobre las que yacen decenas de heridos y muertos esparcidos. Era diciembre de 1914 y apenas habían transcurrido los primeros meses de la Primera Guerra Mundial que terminó cobrándose la vida de 10 millones de personas y no finalizó hasta cuatro años después, en 1918.
Corrían por entonces momentos de gran dureza, pues Alemania había invadido Bélgica en julio con el objetivo de llegar hasta París y había sido detenida por británicos y franceses a cambio de una inmensa cantidad de bajas. El frente se estancó. La situación no mejoró con la llegada del invierno, el cual trajo consigo lluvias, nevadas y una ingente cantidad de enfermedades en las trincheras, inundadas y comidas por los insectos. Sin embargo, aquel sórdido conflicto bélico contó un alto al fuego espontáneo e inesperado conocido como la Tregua de Navidad.
Un partido de fútbol en las trincheras
El sonido de las balas dio paso al de los villancicos del bando alemán, Stille Nacht (Noche de Paz), al que pronto se unió el de los aliados (franceses, británicos y belgas) y que sirvió de catalizador para crear una atmósfera humana en medio de un escenario atroz. Dos enemigos que dejan de serlo para celebrar la Nochebuena y Navidad y confraternizar con el ser humano que se encontraba debajo del uniforme contrario. “Estábamos en el frente de batalla, a unos 270 metros de los alemanes. Uno de ellos gritó en un perfecto inglés ‘mañana no disparen, nosotros no lo haremos’. Y pasamos la Nochebuena cantando villancicos”, contó años después el soldado británico Marmaduke Walkinton.
Un gesto espontáneo, cargado de melancolía, cuya mecha se prendió en la localidad belga de Ypres y recorrió todo el frente occidental durante horas, incluso días en los que pudieron enterrar dignamente a los fallecidos, compartir comida, entonar canciones navideñas y jugar al fútbol en tierra de nadie. “Compartimos cigarrillos y golosinas con los alemanes y de alguna forma, el fútbol apareció. Todos estábamos jugando”, contó Ernie William, que formó parte de un regimiento británico.
Así lo confirma también el teniente alemán Johannes Niemman en una carta en la que explica que un soldado apareció cargando un balón de fútbol y, en pocos minutos, ya había comenzado el partido. “Ellos hicieron su portería con sombreros extraños y nosotros hicimos lo mismo. No era sencillo jugar en un lugar congelado, pero eso no nos detuvo. Mantuvimos las reglas del juego a pesar de que el partido sólo duró una hora y no había árbitro”, determina el escrito.